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Vallas

5 noviembre 2013
La gente me preguntaba hace un tiempo: ¿Cuánto tiene? Yo respondía: Cinco meses. Me decían: Esperá que empiece a comer, no sabés lo que son los pañales. La gente me pregunta ahora: ¿Cómo se porta? Yo respondo: Bien. Me dicen: Aprovechá ahora, porque dentro de unos meses, cuando empiezan a caminar, te dan vuelta la casa. O me preguntan: ¿Es sanita? Yo: Sí, gracias a Dios. Ellos: Qué bueno, cuando son más grandes empiezan con otitis, dolor de garganta, sarampión, se viven cayendo… lástima que duren tan poco así chiquitos, después crecen y no te dan ni bola. O el caso extremo de una señora que me confesó hace unos días: Mi hijo tiene veintinueve y todavía está en casa, duerme hasta el mediodía y yo ando acá, haciendo las compras. De chiquitos, problemas chicos; de grandes, problemas grandes.
La verdad, un placer. Gracias por el estímulo. ¿A todo el mundo le pasa lo mismo por estos días o sólo yo estoy rodeado de gente para la cual la crianza –y la vida en general– es una carrera con vallas cada vez más altas?

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Volver a empezar

28 de octubre 2013
¿Qué pasó con mi aprendizaje? ¿De qué me sirve todo el saber acumulado en estos arduos meses de minuciosa práctica y sudor? De nada. ¿Por qué engañan a la gente? Meticuloso como el que más, desde mediados de mayo cada mañana me he concentrado, he entrenado mis torpes dedos para cambiarle los pañales a Gretel y que queden bien, derechos, no muy ajustados ni demasiado flojos, cumpliendo al pie de la letra con todas las indicaciones que me daba la madre. Y Gretel colaboraba, se reía, siempre de buen humor cuando llegaba ese momento, libre sin la ropa, jugaba lo más pancha con algún muñeco o sonajero mientras yo, con mi lentitud de padre inexperto, tardaba en sacar, limpiar, entalcar, poner pañal nuevo, medir de acá, ajustar detalles y finalmente volver a vestirla. A veces ella perdía la paciencia y yo la entendía, le pedía disculpas y trataba de apurarme (siempre me excedía con la suavidad, todo el tiempo tenía miedo de que se me rompiera entre las manos); sin embargo así, día tras día, casi sin darme cuenta fui aprendiendo. Y sin hacerme el canchero, llegó un momento en que empecé a tenerme cierta confianza como cambiapañales. Hasta que cumplió los siete meses. No sé qué pasa a los siete meses, no sé si es algo común a todos los bebés o esta chiquita tiene algún botón de turboencendido en la espalda que todavía no logro descubrir, pero ahora basta con que la apoye en el cambiador para que se le activen todas las palanquitas. Y así no se puede. Patea –fuerte y a las mandíbulas–, gira para un lado, para el otro, cuando le saco el pañal aprovecha para hacer pis y se moja hasta la cabeza, sacude las almohadas, manotea y tira todo lo que tiene a su alcance, y si no está a su alcance se estira y lo agarra, todo en medio de un constante cagarse de la risa (¡esta es la forma de retribuirle al padre lo que ha hecho por ella en todo este tiempo, desagradecida!).
Estoy en foja cero. Todo lo que aprendí hasta ahora sobre el arte de cambiar pañales no me sirve de nada. Lo malo es que ahora no tengo idea por dónde empezar. Y me da vergüenza preguntar lo que ya debería saber. Un día le pregunté a Kari por qué se mueve tanto y su respuesta fue “porque está viva”. Claro, debe ser eso. El problema es esta sociedad pacata, ¿por qué no me dejan llevarla al jardín sin pañales?

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Los olvidos no perdonan

15 septiembre 2013
Hasta ahora no logro calcular con precisión todos los detalles que hay que tener en cuenta antes de salir de casa para llegar a tiempo y bien. Cuando estoy cerrando la puerta –o cuando ya la cerré y caminé dos cuadras–, me acuerdo que me olvidé de alguna cosa, o pasa un imprevisto. Bebé es sinónimo de imprevisto. Si puede pasar, va a pasar: una ley que no falla.
El lunes, como todos los días, había calculado y organizado con escrupulosidad de neurocirujano los horarios y las cosas que tenía que llevar. Los lunes siempre tengo que acordarme de los cartoncitos de leche, los pañales para el jardín, el babero, la mamadera, el yogurcito… Bebé listo, papá listo: los dos bañados y perfumaditos. Diez minutos antes de salir Gretel empezó a llorar con ese llanto que ya conozco bien y que significa papá tengo hambre, dame ya mismo de comer, dame ya, ya ya ya, no puedo esperar un segundo más: mirá que grito. Y grita.
Muy bien –pensé–, hay cosas que no se pueden apurar, pero podemos intentarlo. Preparé la mamadera –no mucho, cien mililitros, pensando decirle a las maestras que le di poco porque se me hacía tarde, que por favor le dieran el resto ellas. Evidentemente el llanto no mentía porque Gretel se tomó los cien en tiempo récord. ¡Vamos todavía, estamos a tiempo! Agarré los bolsos, me colgué la mochila, acomodé a Gretel y salimos a paso firme rumbo al jardín. No había hecho ni media cuadra cuando sentí un ruido que mi cerebro asoció de inmediato con caca de paloma cayéndome en la cabeza.
Me paré de golpe y apreté los párpados. No me animaba a mirar. Empecé por el piso: una gota blanca, grumosa y espesa refulgía en la vereda. Gretel estaba quietecita. Me asomé por el costado y le miré la cara. Ella se dio vuelta y sonrió: estaba limpísima. Por una fracción de segundo pensé que me había equivocado, que quizás ya estaba desvariando y empezaba a ver fantasmas donde no los había. Pero cuando bajé la vista vi que lamentablemente no había error: el vómito había ido a parar adentro de la mochila canguro, y eso significaba que toda la ropa limpia que le había puesto hacía veinte minutos era ahora un emplasto pegoteado contra la mochila, que también tenía lo suyo. Con la punta de los dedos separé la tela para hacerme una idea y me la hice: el desastre era total. Con el apuro me había olvidado del “provechito”. Y “provechito” que no se hace, se paga caro. Pero era lunes, y a mí me gustan los lunes, así que no me hice problemas: le puse el chupete, le di un beso en sus cachetotes y seguimos camino cantando una de Vicentico como si nada hubiera pasado. Cuando llegamos al jardín le dije a la maestra que habíamos tenido un percance leve, muy leve, muy muy leve. Se la dejé en los brazos y me fui lo más rápido que pude, sin mirar atrás.

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Pañales

– Parte II

Los primeros días, cuando Gretel recién había nacido y había que cambiar un pañal, me acercaba a Kari con actitud de padre progre a darle una mano. Olisqueaba el panorama, y de acuerdo al resultado, me quedaba o no. Si era solo pis, le preguntaba: ¿querés que la cambie yo? Ella a veces me decia que sí. Entonces yo secaba a Gretel y le cambiaba el pañal. Y después me iba por la vida sacando pecho, y cuando me preguntaban ¿le cambiás los pañales?, engolaba la voz y decía sí, por supuesto, no tengo problema. Ahora, cada vez que voy a cambiarle un pañal grito como Mónica Villa en Esperando la carroza: “¡Sí, se caga!” Como método de descarga funciona.

Después del tercer cambio ya dejé de percibir olores, colores, untuosidades… Hago el trabajo con la rigurosidad de un alemán y la eficacia técnica de un japonés: observo el terreno, analizo los daños, visualizo el objetivo y pongo manos a la obra mientras canto canciones que hablan del rocío perfumado cayendo sobre los prados. ¡Ah, qué nostalgia cuando cambiaba pañales con pis, era como estar en preescolar, como la salita rosa. Esto no es chiste señores: ¡esto sí que tiene rock!

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Pañales

– Parte I

Durante el embarazo de Kari mi amiga Silvia me aconsejó que fuera a Once a comprar ropa por docenas: ositos, remeras, pantalones, todo por docenas y barato, lo más barato que encuentres. Ante mi gesto de intriga frente a su apasionado interés por la cantidad y el precio bajo, me dijo: “olvidate de la ropita de marca, los bebés se cagan todo: son pura organicidad”. Me hizo gracia la palabra, y me reí. Ella, por el contrario, se mantuvo seria: “es cierto, se cagan hasta la cabeza”, insistió. Cuando uno escucha frases como ésa no las toma nunca como algo literal, los argentinos hablamos así, exagerado. Le agradecí el consejo y me olvidé del asunto. Hasta esta semana en que empezó Kari empezó a trabajar. Ella se va temprano, y yo me quedo a la mañana con Gretel. Hoy, jueves, es el cuarto día que pasamos solos. Y hasta ahora asistencia perfecta. No hay amanecer que esta chiquita no matice con sus ofrendas. Cuando estaba con la madre hacía dos veces a la semana, ahora que se queda conmigo todos los días, ¿qué onda con el duende que mueve los piolines –o, en este caso, los afloja–? ¡Cuánta razón tenía mi amiga, no hay pañal que resista desde el cuello hasta los pies!

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Amanecer de un día agitado

Drama en tres actos

Reparto

El padre

La beba

La madre (papel secundario y fugaz)

Primer acto

La madre se despide con un beso y se va a trabajar.

El padre pretende dormir unos minutos más. Cierra los ojos y escucha que la beba empieza a llorar. El padre prende la luz del velador y le coloca el chupete a la beba. La beba escupe el chupete y sigue llorando. El padre se levanta y prepara una mamadera. Se sienta en la cama y comienza a darle la leche a la beba. El padre siente frío, se estira para alcanzar un buzo; con una mano sostiene a la beba y con la otra intenta ponerse el buzo. No lo consigue. Deja un instante a la beba en la cuna y se pone el buzo. Retoma su acción paternal. La beba toma toda la leche y se retuerce un poco debido a las molestias que le provoca estar llena. El padre incorpora a la beba con la intención de que haga provechito. La beba no hace provechito, lo que hace es vomitar sobre el buzo del padre. El padre se lamenta porque era el buzo que pensaba ponerse para ir a trabajar. La beba, por el contrario, sonríe. El padre lleva a la beba al otro cuarto para cambiarle el pañal. El pañal está cagado. Muy. El padre no tiene experiencia, no sabe por dónde empezar, pero decide que será un buen día y empieza a tararear I’ll be back de los Beatles mientras avanza en su tarea: limpia, pone óleo calcáreo, coloca el pañal nuevo y procede (como puede) a vestir a la beba, que no deja de sonreír. El padre mira la hora: 8.30. A las 9.30 tienen turno con la pediatra y todavía tiene que ir al baño, vestirse, desayunar, abrigar a la beba, sacar el auto, sentar a la beba en el huevito y viajar. El padre deja a la beba en la cuna y se apura. La beba no quiere estar en la cuna y empieza a llorar. El padre le habla, le hace mimos, le juega con el sonajero, le dice que lo espere un minuto, que después se van a pasear en el auto feo y que viajar es un placer y qué se yo. A la beba no le importa después, ella sólo entiende ahora. El padre no sabe qué hacer. Opta por dejarla llorar mientras va al baño, se lava la cara, se viste, no desayuna, saca el auto, abriga a la beba, todo rápido rápido rápido, que los minutos vuelan y no quiere llegar tarde, la beba sigue llorando, el padre busca el bolso, revisa que estén todos los papeles, llena una mamadera, levanta a la beba, la lleva al auto, la sienta en el huevito, la beba ya no llora: grita, el padre intenta calmarla pero sus palabras no surten ningún efecto antillanto, el padre pone en marcha el auto, se da vuelta para mirar a la beba, que al escuchar el ruido del motor se calma, el padre le pone el chupete, le seca las lágrimas, le da un beso en la frente, enciende la radio y se pone en camino al consultorio.

Fin del primer acto